Por las noches trabajo pegadito a un geriátrico. El contraste es increíble. En el cyber decenas de niños corren, juegan, gritan y discuten por la manera desleal de matar en el Call of Duty o por cuantos level subieron en tan solo una semana en el Tibia. Cerca de las nueve, diez de la noche llegan los padres y se terminó la diversión. Cada uno para su casa.
En la casa de al lado la cosa es distinta. En la tardecita los viejitos salen a disfrutar de la sombra que les brinda la enorme parra que cubre el patio y cerca de las nueve, diez de la noche ya están durmiendo en solitario.
Ayer por primera vez, -confieso que no hace mucho que estoy trabajando en este lugar-, vi como se realizaba el ingreso de un abuelo. Que doloroso. Que momento feo y triste.
El auto se detuvo en la calle, frente al futuro hogar del hombre que con la cara más arrugada que nunca miraba por la ventanilla.
Una mujer rubia, -no podía ser de otra manera-, salió a recibirlos con una sonrisa de oreja a oreja. Les sugirió que subieran la vereda y estacionaran en la entrada misma del local.
El primero en bajar fue un hombre morocho, de gran porte y de ojos vidriosos que era justamente quien conducía el automóvil.
Casi al unísono el anciano abrió la puerta de su lado y amagó a bajar a toda prisa con una falsa expectativa y un todavía más falso apuro.
Las dos mujeres que viajaban en la parte trasera lo tomaron por el hombro y lo detuvieron. El viejito obedeció.
El morocho grandote, supongo que el hijo del anciano, lo ayudó a descender tomándolo por el antebrazo.
Las mujeres descendieron lentamente. Una de ellas tenía lentes oscuros apesar de que ya eran las 10 de la noche. La otra, más entrada en años, tenía los ojos rojos y tragaba saliva sin parar en un claro gesto de contener las lágrimas que amenazaban a salir a borbollones.
Los cuatro caminaron hacia el portón con la intención de entrar pero fueron detenidos por la mano de la mujer rubia. "Sólo él. Ya está grande como para que lo acompañen", dijo guiñando el ojo. Aquel momento me hizo acordar al primer día de jardín de mi hija. La maestra, tal vez más precavida que la responsable del hogar para ancianos, me había dicho que lo mejor era dejarla sola a la hora de la entrada. Que la acompañáramos hasta la puerta y la despidiéramos allí. "Para ellos es mejor. Entienden que ustedes se van y que ella se tiene que quedar. No son buenas las despedidas largas. Sólo incrementan esa pequeñita angustia de dejarlos a ustedes", nos comentó en aquel momento a mi mujer y a mi.
Esto era muy similar. La enfermera también tomó por la mano al anciano como la maestra de mi hija la tomó aquel día.
Lentamente caminaron por el pasillo debajo de la parra. La reacción del anciano fue también idéntica a la de mi nena. Miró por encima de sus hombros y se largó a llorar desconsoladamente.
Lamentablemente, y vaya uno a saber porqué, ni el hombre ni las dos mujeres tuvieron la reacción que tuvimos aquel día mi esposa y yo. Salimos corriendo hacia ella, la abrazamos, la levantamos en los brazos y le dijimos a la maestra... "bueno..., puede empezar mañana, ahora nos vamos a la placita".
"Cuando la vejez te llega, no es que vuelves a la infancia, es que moderas el paso y al fin la niñez te alcanza".
(José Bergamín Gutierrez, poeta y dramaturgo madrileño)